Ir al trabajo, acudir a clase, contestar las llamadas que recibimos a lo largo del día, escuchar los problemas y alegrías de nuestros seres más queridos, ayudar en las tareas a familiares, compañeros y amigos… El día tiene 24 horas que, bien repartidas, pueden dar para todo lo que tenemos en mente pero, ¿has hecho un hueco en tu agenda para aquello que te hace feliz y que consista en dedicarte tiempo exclusivamente a ti mismo?

Estamos tan acostumbrados a priorizar únicamente tareas con el fin de ser más productivos que no nos paramos a pensar en priorizarnos a nosotros mismos. Sabemos que es importante tener un pequeño espacio día a día, pero muy pocas veces lo cumplimos. De hecho, nuestro pensamiento permanece en el «ya lo haré cuando esté de vacaciones», «ya si eso luego…»…

Un psicólogo aporta las claves para no dejarnos comer por los nervios o la incertidumbre cuando estamos esperando algo que nunca llega

De vez en cuando, se presentan esa clase de preguntas que asolan a uno sobre su futuro a largo plazo o sobre una decisión que tiene que tomar en un tiempo no muy lejano. La preocupación por no saber cómo responder a determinados eventos en nuestra vida que están por llegar nos lleva a hacernos un manojo de nervios. O todo lo contrario: reflexionar sobre un porvenir incierto nos pone en la tesitura de tener que trazar un plan.
En estos casos es cuando debemos actuar con cabeza y responsabilidad para no caer en trampas. Y, para ello, hace falta tener la paciencia suficiente como para no entrar en crisis y decantarnos por la primera opción que se nos presente. Así lo cree Arash Emamzadeh, psicólogo y profesor de la Universidad de la Columbia Británica en Canadá, quien ha publicado un interesante artículo en ‘Psychology Today’ en el que ofrece consejos para tener paciencia y no dejarse llevar por lo primero que venga sin pensarlo dos veces.
“Tener fuerza de voluntad y autocontrol se asocia a gozar de una buena salud y a mejores relaciones interpersonales”

La espera y la incertidumbre

Durante todo ese tiempo, lo mejor que puedes hacer es “aumentar tu nivel de certeza y confianza”, como aconseja el psicólogo. Algo que es muy fácil pensar, pero difícil de conseguir, pues si estás nervioso seguramente te dejes llevar por las peores suposiciones sobre qué pasará a continuación. “A medida que la espera aumenta, la incertidumbre también crece”, recalca Emamzadeh. Por ello, respira hondo e intenta repetirte mentalmente que todo va a salir como esperas. Aunque por tu cabeza aparezcan pensamientos negativos, intenta pensar en un hipotético ‘yo del futuro’ que ha conseguido aquello que tanto esperas en el momento presente.

“Para aumentar tu capacidad de paciencia deberás analizar la situación y reflexionar sobre aquello que te impide tener el control”

Por otro lado, el psicólogo aconseja ver todas las opciones con perspectiva, de tal forma que si una no te sale bien, siempre haya una especie de Plan B. En este sentido, no hay que centrarse solo en una posibilidad, teniendo varias a mano. A no ser que sea algo que llevas mucho tiempo deseando y luchando para que se convierta en realidad, tienes que tener en cuenta que nosotros somos quienes otorgan valor a nuestros sueños y aspiraciones, no los demás, por lo que deberías tener la apertura de miras necesaria como para saber que aquello que a simple vista te haría tan feliz a otros no, y por tanto, no es tan importante.

“Tener fuerza de voluntad y autocontrol se asocia a gozar de una buena salud, mejores relaciones interpersonales y una mayor probabilidad de éxito en la consecución de metas”, asegura el psicólogo. “Por lo general, es difícil ser paciente si la razón por la que estamos tan nerviosos es muy valiosa. Independientemente de las opciones entre las que tengas que elegir, para aumentar tu capacidad de paciencia y espera deberás analizar la situación y reflexionar sobre aquello que te impide tener el control”.

Del mismo modo, si de verdad deseas que algo suceda, el tiempo que pases esperándolo también puede ser gozoso. Lo contrario sería lo preocupante: si no tienes ningún proyecto o ninguna ilusión, es más probable que caigas en la abulia o la desgana. Como decía una bonita balada: “Pa’ caminar, valen los sueños, y no me quedan más, llévame a hombros”. En definitiva, soñar es gratis y reconfortante; mucho más que el hecho de sentir que ya has cumplido aquello que querías y ya no sabes qué esperar del destino o de ti mismo.

Referencia

Últimamente, hay una enfermedad que está ganando terreno y no parece dispuesta a darnos tregua: la depresión. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que al menos 322 millones de personas en el mundo la padecen, un 18 % más que hace una década.

También conocida como trastorno de depresión mayor, se caracteriza por un estado de ánimo bajo, disminución del interés, deterioro de la función cognitiva y problemas del sueño o del apetito. Además es recurrente y costosa, con tendencia a la cronificación, y genera sufrimiento e incapacidad.

¿Sabemos qué la causa? Desafortunadamente, no. Sin embargo, existen suficientes estudios sobre sus factores de riesgo, es decir, las características y circunstancias que aumentan la probabilidad de que caigamos en sus garras.

Algunos, como el sentido común dicta, se relacionan con acontecimientos vitales dramáticos, tales como la muerte de un ser querido o el diagnóstico de una enfermedad grave. Sin embargo, hay otros muchos factores de riesgo para la depresión que no son tan conocidos, aunque no por eso dejan de ser importantes.

Nos cuesta entender los motivos para esa frase, que más bien es la verdad profunda que experimentan (yo también la experimenté) todas aquellas personas que tienen que acompañar durante un proceso doliente a un ser querido que está muy enfermo y supura dolor y sufrimiento por cada poro de la piel. Si te paras a pensarlo, lo jodidamente ilógico sería que uno no experimentase liberación cuando esa persona fallece. En primer lugar, por el difunto, que estaba pasando la mundial, sufriendo, viéndose impedido (y muchas veces vejado y humillado, que las enfermedades y cómo nos lastran y limitan tienen tela) y quizás con ganas, o no, de aferrarse a la vida, pero desde luego pasándolo mal e incluso sufriendo alteraciones de carácter o personalidad, que van asociadas a muchas enfermedades… Cuando se llega a las fases crónicas o finales de la enfermedad, donde enfrentar el dolor puede sí tener un sentido espiritual o personal (que eso cada uno decide si se lo da o no) pero no clínico, porque no hay mucho más que pueda hacerse para evitar lo irremediable, luchar contra el dolor y el sufrimiento puede parecer algo que no renta o no tiene un por qué claro, y ahí suele ser mejor acabar de una jodida vez.

Si lo miramos por parte de los seres queridos, o más bien si intentamos empatizar con ellos, pues es normal que una parte de ellos sienta liberación: porque no quieren ver sufrir al enfermo, pero también porque ellos sufren en esa situación. Poco más doloroso que ver como alguien se apaga entre retortijones de dolor, por experimentar esa impotencia frustrante de ver a un ser amado sufriendo y no poder hacer una puta mierda para aliviarle el dolor, por tener que aguantar el tipo y “ser fuerte” y negando su propio dolor para echarse a la espalda el problema, que alguien tiene que tirar del carro en estos momentos difíciles, reprimiendo emociones de tristeza, ansiedad o ira, teniendo el vértigo de tener que asumir responsabilidades, de tomar decisiones en las que no hay respuesta clara y sobre qué es lo adecuado. Es algo difuso. O cargar con el bienestar de otros que se apoyan en uno en un momento de extrema debilidad. Como decía John Stevens hay “(…)una debilidad que reside en el hecho de ser fuerte”.

Y luego está la autoexigencia y la culpa, claro que sí, no vaya a ser que en un momento de extrema dificultad aflojemos un poco con nosotros mismos, nos demos un puñetero respiro. Así que ahí estamos, reprochándonos que debiéramos hacerlo mejor, que no debería afectarnos o que se nos notase, torturándonos sobre si se pudiese haber evitado…

El caso es que aparece esa verdad interna: “uf, menos mal que se ha muerto, que me he liberado de esta carga, que ya no siento esta presión y frustración” y es difícil no sentirse terriblemente mal. Nos culpabilizamos por algo que es ajeno a nuestro control, por lo que sentimos. Y esto me parece importante recalcarlo: no tenemos absolutamente ningún control sobre nuestras emociones. Es imposible decidir sobre ellas, igual que sobre cualquier otra función fisiológica (hambre, sueño, fiebre, dolor…) simplemente, podemos reprimirlas e ignorarlas o decidir darle salida de una forma más o menos coherente, a veces ni eso. Pero parece que eres mala persona, parece que si sientes eso es que no le querías o que no te importaba realmente… Parece, en suma, que nos cuesta entender que las personas tenemos diferentes partes de nosotros, y una puede sentir pena y desgarro por lo perdido y otra liberación, hasta júbilo, no por la pérdida del ser querido, sino de la situación que en ese momento estaba ligada a su existencia. Entender que sobre las emociones, lo cortés no quita lo valiente y que debemos aprender a darle un espacio a cada una de nuestras partes y de sus necesidades, que podemos responsabilizarnos de las decisiones que tomamos, pero no de lo que sentimos.

Por desgracia, se sigue hablando mucho de permitir la tristeza en el duelo y la pérdida, de cuidar al cuidador, pero poco de no juzgarlo y de permitirle expresarse y sentir honestamente, puede que desde fuera nos choque, pero siempre hay un motivo para ello…

Artículo publicado en el blog de Buenaventura del Charco Olea y cedido para su republicación en Psyciencia.

Los conceptos de identidad y narcisismo son los que mejor definen la comprensión del proceso adolescente. Y es que en el tránsito, el joven experimenta distintas pérdidas.

La adolescencia es un periodo crucial en la vida, supone una crisis emocional y de identidad importante, conlleva pérdidas y logros, y se manifiesta con episodios de tristeza, ira y aflicción que inundan a los jóvenes. Si echamos la vista atrás, quizás no recordaremos gran cosa de aquella época, pero durante la adolescencia el joven atraviesa una crisis de identidad muy compleja para él, en la que es fundamental que permanezca sustentado por un adulto. Ya no es un niño, pero tampoco es un adulto. La pregunta a la que los preadolescentes necesitan respuesta: ¿Quién soy ahora?

Durante esta etapa los sentimientos son ambiguos, navegando entre la posibilidad de experimentar mayor autonomía y la seguridad que le provee el ser dependiente de sus padres. Conviven en ellos, tanto el deseo de diferenciarse, para desarrollarse y poder construir una identidad adulta, como el miedo por todo lo que van a perder. Es por ello que en esta etapa el trabajo que tiene que hacer un adolescente es complejo, contradictorio y puede resultar doloroso, de ahí que debamos entender, comprender y ayudar a nuestros jóvenes a gestionar los sentimientos de rabia, tristeza o culpa que puedan experimentar, a la vez que ayudarles a despertar el deseo y la alegría por convertirse en personas con identidad propia.

ADELA MARTÍNEZ GÓMEZ